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César Vallejo, el peruano universal

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Alguna vez el poeta y monje trapense Thomas Merton definió a César Vallejo (1892-1938) de un modo inequívoco: “El más grande poeta universal después de Dante”. A setenta años de la muerte del poeta peruano y revisitando con determinada minucia su producción poética es probable que la ponderación realizada por Merton se revele más pertinente y menos excesiva de lo que parece a primera vista.

Si hay algo innegable en la apreciación de la obra del extraordinario poeta peruano es su universalidad. César Vallejo es un poeta universal que rápidamente se va despojando de pátinas e influencias para construir una estética propia que alcanza en él su cumbre y resuena en las voces de la mayor parte de los poetas de habla hispana del siglo XX. La universalidad de Vallejo es, paradójicamente, personal en la medida en que su obra sustenta un universo autosuficiente e irreductible a otros términos que no sean los propios.

Un Dios enfermo, grave

En Los heraldos negros, su primer libro, publicado en 1918, a sus veintiséis años, se deja ver un rasgo del que no escapó ningún poeta de su generación: el posmodernismo que alterna rima con verso libre, endecasílabos y alejandrinos; pero aun así, es un libro que exhala un aliento inequívocamente vallejiano y en el que enlazan de modo circular el primer y el último poema. Los heraldos negros se abre y se cierra con Dios como motivo y lacerante obsesión. El primer poema, aquel que le da título al volumen, tematiza un desencanto brutal: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!/Golpes como el odio de Dios”; el último, tal vez uno de los más antologizados de Vallejo, se clausura con una constatación irrevocable: “Yo nací un día/que Dios estuvo enfermo, grave”. Este Dios enfermo y grave que asiste al nacimiento del poeta y que cruza el libro bajo diversas formas es un Dios íntimamente emparentado con el aciago demiurgo de Cioran: un Dios insolvente de cuya mano creadora sólo puede derivar un universo monstruosamente fallido, un mundo que se pretende cosmos pero que está condenado al caos. Al punto que en “La de a mil”, Vallejo ensaya una manifiesta analogía entre el suertero (el hombre que vocea y adivina la suerte, el puro azar) y Dios; “¡por qué se habrá vestido de suertero/la voluntad de Dios!”. En “Los dados eternos”, la oposición de intensidad y medida entre creador y criatura es irremediable (“tú, que estuviste siempre bien/no sientes nada de tu creación./Y el hombre sí te sufre: el Dios es él!”) en el marco de un poema cuyo tono predominante (entre la exhortación y el Apocalipsis) bien pudo haber suscripto el mejor Almafuerte. Por fin, en el poema titulado “Dios”, sobre el final del libro, se destituye a Dios de su sitial divino luego de reconocer que a él, más que a nadie, debe dolerle “mucho el corazón” de sólo contemplar Su obra (acaso se pueda leer este rasgo de la teodicea de Vallejo como el intolerable yugo al que Dios está condenado: mirar el mundo).

El otro tema que cruza Los heraldos negros es uno de los que, sin duda, serán más caros a Vallejo a lo largo de su producción: la muerte. El crespón, el cementerio, los amantes muertos, el clavo que cierra el ataúd o la enlutada catedral son imágenes constantes que se hallan íntimamente unidas a una soledad que anticipa y prefigura la soledad postrera: la soledad existencial, la que a partir del existencialismo francés se conoce como “el hombre solo sartreano”; una soledad que constituye al sujeto porque le es tan inherente como esencial. Soledad que en el caso de Vallejo se agudiza porque se le suma la gratuidad del nacimiento: “Hasta cuándo este valle de lágrimas, a donde/yo nunca dije que me trajeran” (“La cena miserable”).

El último motivo poético relevante de Los heraldos negros es la piedra, la metáfora mineral, la profunda identidad del poeta con la piedra (el poema “Las piedras” es el más representativo al respecto), un motivo que anticipa la profunda cosmovisión que alentará en Trilce (1922).

Rupturas radicales

En Trilce, el lenguaje de Vallejo se astilla, hay un forzamiento de la sintaxis, una deliberada incorrección ortográfica, abunda la onomatopeya y hay poemas que parecen trasladar a la palabra los trazos de un cuadro cubista. Se puede pensar en el intento de dotar al verso del sonido coloquial del habla, pero el impulso de Vallejo es más profundo y raigal. Por la sangre del “Cholo” Vallejo (como se llamaba a sí mismo) corría sangre mestiza, su propia madre era aborigen, y lo que se escucha en Trilce resuena como una mixtura entre el quechua y el español, un sonido sibilante (que anticipa la morosa y mexicanísima escritura de Rulfo) que se despoja del corsé ortográfico (“Vusco volvvver de golpe el golpe”, “qué la bamos a hhazer”) y con el cual Vallejo no sólo busca recuperar a su Perú natal, sino al Santiago de Chuco en el que nace. Las rupturas radicales a las que se entrega en Trilce son en mayor medida una recuperación recreada de la lengua materna que meras experiencias de signo vanguardista; e incluso pueden entenderse como un vehículo de lógica profunda: la acuñación de un lenguaje nuevo para transmitir una sensibilidad única y singular. Es en este contexto de mestizaje y laboriosa recuperación que se pueden entender los dos primeros versos del poema LX en rigurosa complementariedad con el poema “Las piedras” de Los heraldos negros: “Es de madera mi paciencia,/sorda, vegetal”. Todo Trilce, y no sólo la paciencia del poeta, tiene un carácter eminentemente vegetal, una mirada dirigida a la profundidad de la tierra luego de haber concluido que el cielo está vacío o, lo que es peor, habitado por un Dios enfermo.

En Trilce se reiteran y se ahondan algunos de los temas de Los heraldos negros, tales como la gratuidad del nacimiento (“Y se acabó el diminutivo, para/mi mayoría en el dolor sin fin/y nuestro haber nacido así sin causa”). Pero, más importante aún, se verifica, ya sin rastro alguno de posmodernismo, la tajante separación de Vallejo con la lírica clásica, como se manifiesta en el poema LV, donde la muerte no es portadora de una contenida tristeza (como enunciaría un clásico como Samain), sino que suelda cada hebra del cabello y arrasa con los moribundos postrados en camas de hospital.

La poesía trascendente

En Poemas humanos, editado póstumamente en el año 1939, lo que se reivindica y constituye es la estatura del hombre, aun cuando el poeta tenga conciencia plena de que este hombre que se yergue en su palabra es el futuro fósil cuyos huesos desgastará el olvido. Es el libro que le termina de otorgar a Vallejo el carácter universal del que habla Thomas Merton, una universalidad que reconoce como punto de partida su herencia indígena, no en vano en “Telúrica y magnética” Vallejo declara: “¡Lo entiendo todo en dos flautas/y me doy a entender en una quena!”. Si por un lado a lo largo del libro impera el recurso del anacronismo (y el anacronismo es el tiempo de la fábula), por el otro está sostenido por la nostalgia por Perú (que Vallejo abandona en 1923 para terminar muriendo en París), traducida en una piedra.

En Poemas humanos, Vallejo logra un equilibrio que bien se podría denominar espiritual. Un equilibrio entre la prosecución de la vida y la sed de muerte (“Me gusta la vida enormemente/pero, desde luego,/con mi muerte querida”); entre la dignidad del hombre y su destino de dolor (“El dolor nos agarra, hermanos hombres,/por detrás, de perfil”); entre el respeto al sujeto y su humanísima miseria (“Considerando también/que el hombre es en verdad un animal/y, no obstante, al voltear, me da con su tristeza en la cabeza…”). Y, fundamentalmente, el poema termina de afianzarse en el sujeto singular, único, irrepetible; si el mejor Neruda, a la manera de Whitman, contiene multitudes, en Vallejo se escucha con nitidez la exhortación al hombre en su destino humano, ese hombre común con respecto al cual Vallejo se desdobla y dialoga. La poesía de Vallejo no pretende hollar en el suelo de la lírica o de la épica (más allá de que España, aparta de mí este cáliz es uno de los más sobrecogedores testimonios de la Guerra Civil Española), sino que es una profunda reflexión en torno al hombre y, en este sentido, la comparación que Merton hace con Dante es correctísima. Si la poesía de Vallejo es inequívocamente universal es porque los temas que la constituyen lo son a partir de un desasosiego personal que no abandonó al poeta a lo largo de sus cuarenta y seis años de vida: la pavorosa soledad, la muerte, el desencuentro, sus raíces indígenas, la corrosión del tiempo, el desatino de un universo sin Dios. El tour de force de la estética de Vallejo consiste en haber llevado la poesía a los terrenos de la especulación filosófica sin por ello renunciar jamás a la palabra poética, a la manera en que la indagación ficcional kafkiana trasciende el plano de la literatura pero está hondamente anclada en la palabra literaria. Justamente, uno de los Poemas humanos parece una glosa de La metamorfosis: “Tengo un miedo terrible de ser un animal/de blanca nieve, que sostuvo padre/y madre, con su sola circulación venosa”.

Su convicción de signo marxista (de hecho, adhiere al Partido Comunista peruano fundado por Mariátegui) no está divorciada de su producción artística. Así como en Trilce fuerza la sintaxis hasta sus límites, el Vallejo civil y ciudadano intenta cambiar (o, al menos, refundar) la gramática del mundo, pero mientras las tropas franquistas arrasan con la República Española, el poeta muere en París un 15 de abril de 1938.

El poema “Un hombre pasa con un pan al hombro”, incluido en Poemas humanos, ilustra una lógica irrebatible: frente a la cotidianeidad –pueril o atroz, tanto da– la palabra literaria es insuficiente, deviene caricatura, sonido hueco o artículo suntuario: “Un albañil cae de un techo, muere y ya no almuerza/¿Innovar, luego, el tropo, la metáfora?”. Pero también se podría afirmar que la literatura está atravesada –y sobrevive– gracias a esta insuficiencia y a pesar de esta precariedad, razón por la cual y afortunadamente Vallejo sigue escribiendo. Hasta hoy, a setenta años de su muerte.

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