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El regreso de los muertos vivos

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Cuarenta años después de La noche de los muertos vivos, el director del películas de terror George A. Romero regresa con una nueva obra de su saga, que refleja las tensiones de la sociedad estadounidense. Las películas sobre criaturas que amenazan a la sociedad occidental se multiplican (Exterminio, Soy leyenda), pero lejos de la sutileza de Romero, abusan de los efectos gore, en detrimento de la denuncia política.

Una ciudad en ruinas, inmersa en un silencio absoluto, calles desiertas donde reina la presencia fantasmal de los automóviles, inmóviles. Súbitamente, ruido de pasos. Tres siluetas se aproximan. La primera es de una niñita; la pequeña corre, con el rostro crispado por un terror mudo. Detrás de ella, dos adultos, un policía y una mesera, avanzan con un andar rígido. Sus ropas, hechas jirones, están ennegrecidas de sangre seca. Sin quitarle los ojos de encima, extienden con avidez sus manos hacia la niña. Brota de sus bocas un alarido inhumano.

Una enfermedad extremadamente contagiosa convierte a las personas infectadas en caníbales, que trasmiten a su vez la enfermedad a sus víctimas, al morderlas. Varias películas recientes retoman esta idea simple pero eficaz, concebida por el padre del género, el estadounidense George A. Romero: Amanecer de los muertos (remake de Zack Snyder, 2004) y Exterminio. 28 días después (Danny Boyle, 2002), entre otras. Gracias a ella, los muertos vivos vuelven a estar a la orden del día, y a ocupar un buen lugar en la taquilla.

Romero, siempre al margen de Hollywood, sabe insinuar en sus películas un discurso político muy acorde a su época, centrado en Estados Unidos y claramente comprometido con la izquierda, sin ser nunca didáctico. En esto sus películas se diferencian radicalmente de las numerosas copias que ellas mismas inspiraron en los años ’70 y ’80, cuya razón de ser estaba muchas veces en la sobrevaloración de los efectos gore.

Reflejos de una sociedad

Su emblemática trilogía funciona en base a un mismo principio narrativo, que consiste en encerrar a unos personajes dentro de un lugar cercado por los muertos vivos, y luego provocar un aumento de la tensión entre los sobrevivientes hasta que sus disensos permiten a los zombis introducirse en el sitio. Como reflejos distorsionados de los estadounidenses que devoran, los muertos de Romero separan a los vivos a uno y otro lado de las grandes líneas divisorias que atraviesan a la sociedad estadounidense en la época en que fue realizada cada película.

Así, La noche de los muertos vivos (1968), está profundamente cincelada por los tres grandes traumatismos que hicieron estallar la cohesión nacional en los años ’60. Construida sobre la alternancia entre unas imágenes muy crudas, de una violencia inédita para la época, y unos reportajes falsos que ponen en escena el discurso tranquilizador o absurdo de las autoridades, esta película es ante todo el retorno de lo reprimido de la guerra de Vietnam, cuya barbarie alcanzó a Estados Unidos opacando la imagen de una nación que, después de la Segunda Guerra Mundial, se creía heroica y desinteresada. Al igual que las atroces imágenes que pueblan las noticias y los diarios en 1968, los muertos vivos hacen resurgir desde la ultratumba toda la violencia y el salvajismo de que Estados Unidos ya se sabe capaz.

Otra herida que la película aviva es la fractura racial. En un momento en que los negros están luchando por sus derechos cívicos, el héroe de la película, Ben, es afroamericano. Sólo él sobrevivirá a esta espantosa noche, pero la película no se hace ilusión alguna. Al amanecer, Ben será abatido por un comisario blanco que lo confundirá con un zombi, y su cadáver será arrojado a una hoguera.

Finalmente, los personajes del patriarca autoritario incapaz de proteger a su familia y de la pequeñita “zombificada” que asesina a su madre y devora a su hermano refieren al conflicto generacional que marcó de manera profunda los años ’60.

En 1978, diez años después, los protagonistas de El amanecer de los muertos se refugiarán en un centro comercial, la nueva meca del consumismo estadounidense. Encerrados y apartados de un mundo que prefirieron abandonar, gozan descontroladamente de los recursos casi ilimitados que pueden derrochar. Pero bajo la mirada vacía de los muertos vivos, que parecen recordar que también a ellos les gustaba venir aquí, su hedonismo se muestra enseguida en todo su absurdo. El consumo desenfrenado, sinónimo de encierro, se convierte en un ritual mecánico y carente de sentido, que engendra soledad y los aleja irremediablemente a unos de otros. Y cuando unos merodeadores atacan el centro comercial, el personaje que abre el fuego es el más apegado a los bienes materiales, y atrae así la atención de los saqueadores y los zombis, que acaban por encontrar la forma de invadir el lugar.

En El día de los muertos (1985), ambientada en un complejo militar subterráneo, unos científicos que no logran encontrar la explicación de la epidemia se enfrentan a unos militares incapaces de controlar sus pulsiones violentas. Esta vez la heroína es una mujer. Al definirla como el único personaje equilibrado frente a una galería de hombres enajenados, la película se asoma a las particularidades de la identidad masculina estadounidense: inmadurez, culto de las armas de fuego y de la virilidad, y sobre todo, misoginia. Así, el odio que sienten los militares hacia esta mujer independiente remite al gran ‘backlash’ de los años ’80 contra la emancipación de las mujeres estadounidenses (1). Cuando su compañero es mordido por un zombi, la joven le salva la vida cortándole el antebrazo. Incapaz de enfrentar esta emasculación simbólica, el amputado acabará por abrir la entrada del complejo a las hordas de muertos vivos, que devorarán a científicos y militares.

¿Qué hay de la ola actual? Los zombis, y en términos más generales los temas del contagio y el canibalismo volvieron con fuerza a la literatura y el cine anglosajones a partir de 2001 (2). Sorprendidos y desestabilizados por los atentados del 11 de septiembre, los países occidentales se encuentran confrontados desde entonces a un mundo tanto más indescifrable cuanto no se encuentra ya organizado en dos bloques sino que aparece despedazado, saturado de amenazas terroristas, sanitarias, ecológicas y económicas, tan incontrolables como numerosas.

El fin de la civilización

La primera diferencia con el trabajo de Romero es que estas películas aspiran a una dimensión internacional, lo que las ubica en un registro pos-apocalíptico. Por muy variadas que sean en su estética y posicionamiento sociocultural, todas prefiguran la caída irreversible de las sociedades occidentales, el fin del mundo tal como lo conocemos. Pero, nuestro mundo no se encuentra amenazado desde el exterior, como lo es por los extraterrestres en La guerra de los mundos (Steven Spielberg, 2005), sino que se derrumba desde adentro, sobre sí mismo, para regresar a un caos primitivo cuyas causas y formas remiten al fenómeno inédito característico de nuestra modernidad: la globalización de un capitalismo cada vez más salvaje.

En efecto, las propias condiciones de la globalización –la multiplicación de los intercambios, la rapidez de los transportes y la trasmisión instantánea de la información– son las que propagan la enfermedad y el pánico. Interconectada, interdependiente y desregulada, la aldea global que se imagina aquí parece más frágil aun porque todo, incluidas las enfermedades y la violencia, parece circular en su interior sin encontrar obstáculo alguno. Misma constatación frente a la forma que asume el flagelo. Estos relatos extraen su energía del miedo, vivaz en ciertas sociedades en las que el capital intenta imponer la regla de cada cual para sí mismo, de ver cómo nuestros conciudadanos, e incluso nuestros allegados, se convierten en potenciales enemigos. Entonces, el primer efecto de la contaminación es la destrucción de todo vínculo social y el abandono de cada individuo a la predación de los demás; los estadounidenses devoran a los estadounidenses, y los padres, a sus hijos. Convertido en una máquina de consumo de su prójimo, el muerto vivo o el ‘infectado’ es una representación estremecedora de la fase terminal del individualismo neoliberal, en la que la liberación del ‘interés bien entendido’ de cada uno acabará por destruir la civilización.

Si bien estas representaciones tienen el mérito de poner en escena un muy contemporáneo malestar de la civilización, no hacen más que confirmar el carácter inevitable de la catástrofe. No consiguen expresar más que un terror ciego frente al derrumbe del mundo, o una nostalgia consabida por el orden desaparecido. Allí donde Romero traía a la superficie las contradicciones de la sociedad, estos relatos se contentan con recorrer fascinados su destrucción. Al hacerlo, recaen muchas veces en la certeza, profundamente anclada en la identidad cultural estadounidense, de que sin autoridad los seres humanos se vuelven animales (3).

Así, cuando los protagonistas de Exterminio. 28 días después. se refugian en un supermercado, los llamativos productos de colores que se apilan en los anaqueles ya no son sinónimos de alienación, como en El amanecer de los muertos, sino de esperanza y consuelo. Los personajes llenan su carrito hasta el tope, locos de contentos, en una secuencia que hace un paralelo entre voluntad de supervivencia y deseo de consumir. Más adelante se enfrentan a militares que descubren tan peligrosos como los infectados, en especial para las mujeres. Pero el comportamiento hostil y suicida de los soldados ya no es producto de la militarización de los espíritus, como en El día de los muertos; en este caso sólo se afirma que librados a su suerte, los hombres violarán sin demora a todas las mujeres que caigan en sus manos.

Exterminio 2. 28 semanas después (Carlos Fresnadillo, 2007) lleva al extremo esta lógica cínica, al hacer responsables del contagio a los protagonistas preocupados por la colectividad. Cuando descubren a un niño portador del virus pero inmunizado, los únicos personajes heroicos de la película deciden hacer cualquier cosa por salvarlo, con la esperanza de que sus genes permitan poner a punto una vacuna. Sacrificando sus vidas, lograrán que el niño se vaya de Inglaterra, despoblada a causa del virus. Pero, a su vez, el niño propagará la enfermedad, y en las últimas imágenes de la película se ve a un grupo de infectados saliendo de una boca de subterráneo frente a la Torre Eiffel.

Soy leyenda (Francis Lawrence, 2007) es una adaptación de un libro de Richard Matheson (1954). Robert Neville, el héroe de la novela, está convencido de ser el único sobreviviente de una epidemia que transformó a la mayoría de los humanos en vampiros. Obsesionado por la idea de liberar al mundo de ese flagelo, se empeña en matar a las criaturas de la noche durante su sueño diurno. Capturado finalmente por sus enemigos, descubre demasiado tarde que aquellos que tomaba por animales han fundado una nueva civilización. La ironía implacable del título se devela en las últimas páginas, cuando Neville acaba por comprender que el monstruo, ese cuco “legendario” que aterrorizaba a los inocentes, es él mismo.

En las antípodas exactas del libro, y fijado en la nostalgia de un mundo sometido al dominio benévolo de Estados Unidos, la película transforma a los vampiros en unas bestias salvajes que han perdido el uso de la palabra, y coloca a su héroe estadounidense como última barrera contra las hordas bárbaras que amenazan con engullir la civilización. Convertido en un gran biólogo, Neville tiene ahora como aliada a la tecnología, fetiche del que el Estados Unidos actual cree extraer su poderío. Y sacrificará su vida para ofrecer al mundo la vacuna contra el flagelo, convirtiéndose así en el “legendario” salvador de la humanidad.

En 2005, Romero agregó una cuarta parte a su célebre trilogía. En la misma línea de sus películas anteriores, La tierra de los muertos sigue enfocando a Estados Unidos, esta vez representado por una ciudad fortificada en la que se refugiaron los humanos que sobrevivieron al desastre. Pero en este caso, será justamente porque reproduce el antiguo orden que esta comunidad se derrumbará a su turno. Cómodamente instalados en el único rascacielos que sigue en pie, los ricos reinan sobre una población miserable a la que manipulan con la promesa de llegar a ser propietarios en el lujoso edificio. Para conseguir la mercadería necesaria para la economía de la ciudad, estos privilegiados organizaron el saqueo de los alrededores. Unos mercenarios armados hasta los dientes masacran a los zombis que encuentran a su paso, toman todo lo que pueden y se largan con su botín.

La tierra de los muertos, metáfora transparente de la relación que las élites estadounidenses mantienen con su propio pueblo y con los pobres del resto del mundo, termina con el alzamiento de los zombis, que irrumpen en el rascacielos y masacran a sus habitantes. Fiel a sí mismo, Romero evita las trampas de la nostalgia y el cinismo, para recordar que el ser humano sigue siendo un ser social, aunque la fórmula pierda atractivo.

El guión de La tierra de los muertos, producida por Universal, es más convencional que el de las películas anteriores de Romero, que no logró del todo adaptarse a los condicionamientos de una producción hollywoodense. La película, consabida y previsible, padece de ciertas torpezas que la hacen caer en el afán didáctico del que escapaba brillantemente la “trilogía de los Muertos”.

Preocupado tal vez por borrar este semi-fracaso, Romero rodó El diario de los muertos, que se estrena este mes en Argentina. Según los rumores, los muertos vivos recuperan allí toda su mordacidad.

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